Gustavo D. Perednik
En uno de sus primeros estadios, la judeofobia frecuentemente fabrica una supuesta «mentalidad judía» o «espíritu judío», que luego le servirá de excusa para descargarse contra los judíos de carne y hueso. Éstos reciben los golpes en la segunda etapa, cuando politiqueros y revoltosos pasan a la acción.
Para justificar el ardid, el método usual es revelar el supuesto carácter dominador o maléfico de la entelequia original. Se enumeran judíos que son banqueros, editores de diarios, industriales, etcétera, y después se los amontona en una pretendida red de poder, aduciendo que éste es patrimonio de un grupo solapadamente coordinado: los judíos.
El desatino es parecido al de quien atribuyera poder financiero a «los gordos» por descubrir a muchos banqueros pasados de peso, o al de otro que clamara contra una prensa poseída por los miopes porque muchos periodistas usan lentes. Se hacen resaltar a algunos israelitas que están en posiciones elevadas y se estimula la sospecha de que actúan en secreta logia: los judíos.
Se soslaya que en general los hebreos que sobresalen de modo individual, y no en tanto judíos, y nunca forjan planes de dominación en reuniones sinagogales.
Sin embargo, la influencia del mito pervive. Los judeófobos la agravan, por un lado cuando, después de «denunciar la nocividad» de los judíos, inflan su importancia enfatizando la judeidad aun cuando fuera virtualmente inexistente. Por el otro lado, cuando hay judíos importantes que coinciden en la causa que alberga a los judeófobos, éstos se esmeran en empañar la judeidad.
Así, desde la izquierda, el anarquista Mikhail Bakunin (quien adhería al viejo mito de los judíos como «nación de explotadores») tachaba a Marx de «Moisés moderno». Contrariamente, el origen judío de Marx fue muchas veces ocultado por los regímenes comunistas.
Para los nazis el comunismo era «una ideología judía» debido a «los judíos» Marx y Trotsky, aun cuando éstos estuvieran enteramente desvinculados de sus orígenes.
En Francia, la paranoia judeofóbica estalló en el libro Francia judía (1886) de Edouard Drumont, que fue el telón de fondo para el Caso Dreyfus, y «demostraba» cómo el país estaba subyugado por dicho grupo. En poco tiempo alcanzó centenares de ediciones; su autor fundó en 1889 la Liga Antisemita y a los pocos años fue elegido diputado.
Hace una semana, el presidente de Irán reiteró el mito en la ONU, aunque con «corrección política»: Ajmadineyad reemplazó la palabra «judío» y sostuvo en la Asamblea internacional (24-9-08) que «los sionistas dominan las finanzas y los medios».
La acechanza de una conspiración judía oculta asoma corrientemente en el léxico de los españoles del siglo XXI. En abril de 2002, la actriz Marisa Paredes atribuyó a las intrigas del «lobby judío» la elección de los premios Oscar, y cuatro años más tarde el actor Antonio Banderas reveló en TV1 que los judíos son los causantes de las guerras.
En abril de 2004, apareció un voluminoso libro del ex sindicalista minero Antón Saavedra, que difunde la teoría de la conspiración judeo-masónica raíz de todos los males. Saavedra llama «sionista» a la Internacional Socialista, denuncia que el PSOE es ayudado por hebreos, y hasta acusa al «judío sionista Stalin» (sic). Es cierto que los neonazis son igualmente judeofóbicos, pero por lo menos lo admiten.
En casos como los mencionados, el acusador no necesita aportar datos. Es suficiente incriminar a los judíos por los terremotos, la tuberculosis o el cáncer de hígado, para colocar al pueblo hebreo en el ubicuo banquillo del acusado.
El 3 de noviembre de 2002, el diario El Mundo proveyó una lista de judíos conocidos bajo el título de «El ABC de la España hebrea», y advirtió que «están en la banca, la Justicia, la hostelería, la construcción, el textil... Los judíos españoles se mueven en los círculos más poderosos y mantienen contacto con la elite económica y política. Contar con el respaldo del 'lobby' hebreo incluso puede librarles de la cárcel». Uno se veía tentado a compadecerse de los pobres cristianos, que cuando caen en la cárcel deben permanecer en ella.
Lyotard, una década después
El francés Jean-François Lyotard (1924-1998), uno de los filósofos más notables del postmodernismo, se opuso, desde la izquierda no-comunista, a la represión soviética en Hungría en 1956. Veinte años después introdujo en Francia las nuevas ideas, que pretendían derrumbar el concepto de la «verdad». Para Lyotard, ninguno de los inconmensurables dominios del discurso humano puede juzgar a los otros (La Diferencia, 1983). Por ello, la cultura postmoderna debería desentenderse de la verdad y de los «meta-relatos» que intentan dar un sentido a la historia.
A los judíos, Lyotard los colocó en un rol central en Heidegger y los judíos (1990), libro que en buena medida respondió al de Víctor Farías Heidegger y el nazismo (1987). Farías había mostrado que la filiación nazi del genio alemán no fue episódica sino sintomática y, a partir de sus evidencias no puede eludirse la cuestión política al abordar a Heidegger.
Con todo, éste ocupa unos pocos capítulos del libro de Lyotard. El resto se refiere a los «judíos», concepto desprovisto de contenidos rituales o tradicionales, y cuya clave es la unicidad de Dios y, más aún, la conexión entre esa unicidad y la ética.
Esta idea judaica terminó siendo antipática para Occidente, y por ello habría germinado la judeofobia.
Lyotard cayó en una suerte de abstracción sobre la «esencia» judía, proponiendo a «los judíos» como los emblemáticos del post-modernismo, que deben permanecer en el exilio para difundir eminentemente la moral kantiana. Lyotard pareciera haber «postmodernizado» a Hermann Cohen.
El francés consideró que su referencia a «judíos» no aludía a valores nacionales ni religiosos: no al sionismo, ni a la religión o el pensamiento judíos. «Lo más real sobre los judíos es que, en cualquier caso, Europa no sabe qué hacer con ellos. Los cristianos exigen su conversión, los monarcas los expulsan, las repúblicas los asimilan, los nazis los exterminan». Son «el Otro radical» de Occidente.
A partir de contrastar el pensamiento judaico con el greco-cristiano, Lyotard ve en los judíos un tajante corte con el Occidente pagano-cristiano. Se opuso explícitamente al término «judeocristiano» ya que para él los judíos son inasimilables, y resisten para no olvidar «lo Olvidado». En esa resistencia se distancian de la voluntad de Occidente y su obsesión por el dominio.
En efecto, los judíos de Lyotard son los testigos de «lo Olvidado», un concepto similar a un numen que «no es recordado por lo que fue o es... sino por lo que nunca deja de ser olvidado... que es percibido como una obligación ante la Ley». Si bien hay en Lyotard reminiscencias del mentado Cohen y de Emmanuel Levinas, se distingue de ellos en que no fundamenta su aproximación a lo judío en ninguna fuente ni tradición de esta cultura.
Por el contrario, varios judíos irreligiosos forman parte de su inspiración filosófica: Freud, Derrida, Adorno, Benjamin, Arendt, Célan, y la pléyade de «alemanes no-germánicos, judíos ajudaicos» que abandonan la tradición y ven en la emigración y la imposibilidad de integración una forma de su desesperación de todo retorno, «condenados al éxodo».
Así llega Lyotard a una exaltación de la Diáspora judía por sobre la lealtad nacional, y de lo apátrida por sobre lo raigal, en una especie de reivindicación del «Judío Errante».
Por ello, a pesar de su aparente filojudaísmo, la construcción de una «esencia judía» en base de parámetros concebidos por el autor lleva potencialmente la carga de la hostilidad. Transformados en símbolo, los judíos pueden con mayor facilidad ser objeto de la agresión. Una de las motivaciones del odio que los asedia es que, como grupo, muchas veces despiertan sentimientos de culpa, bien porque la moralidad fue virtualmente iniciada con la Biblia de los judíos (y por ello encarnarían las limitaciones éticas), o bien porque la persecución que padecieron podría presagiar una venganza que despierta temor.
Por ello generalizar a los judíos en un concepto simbólico cualquiera corre siempre el riesgo de desviar esa entelequia y castigar al pueblo que supuestamente la encarna.
Para justificar el ardid, el método usual es revelar el supuesto carácter dominador o maléfico de la entelequia original. Se enumeran judíos que son banqueros, editores de diarios, industriales, etcétera, y después se los amontona en una pretendida red de poder, aduciendo que éste es patrimonio de un grupo solapadamente coordinado: los judíos.
El desatino es parecido al de quien atribuyera poder financiero a «los gordos» por descubrir a muchos banqueros pasados de peso, o al de otro que clamara contra una prensa poseída por los miopes porque muchos periodistas usan lentes. Se hacen resaltar a algunos israelitas que están en posiciones elevadas y se estimula la sospecha de que actúan en secreta logia: los judíos.
Se soslaya que en general los hebreos que sobresalen de modo individual, y no en tanto judíos, y nunca forjan planes de dominación en reuniones sinagogales.
Sin embargo, la influencia del mito pervive. Los judeófobos la agravan, por un lado cuando, después de «denunciar la nocividad» de los judíos, inflan su importancia enfatizando la judeidad aun cuando fuera virtualmente inexistente. Por el otro lado, cuando hay judíos importantes que coinciden en la causa que alberga a los judeófobos, éstos se esmeran en empañar la judeidad.
Así, desde la izquierda, el anarquista Mikhail Bakunin (quien adhería al viejo mito de los judíos como «nación de explotadores») tachaba a Marx de «Moisés moderno». Contrariamente, el origen judío de Marx fue muchas veces ocultado por los regímenes comunistas.
Para los nazis el comunismo era «una ideología judía» debido a «los judíos» Marx y Trotsky, aun cuando éstos estuvieran enteramente desvinculados de sus orígenes.
En Francia, la paranoia judeofóbica estalló en el libro Francia judía (1886) de Edouard Drumont, que fue el telón de fondo para el Caso Dreyfus, y «demostraba» cómo el país estaba subyugado por dicho grupo. En poco tiempo alcanzó centenares de ediciones; su autor fundó en 1889 la Liga Antisemita y a los pocos años fue elegido diputado.
Hace una semana, el presidente de Irán reiteró el mito en la ONU, aunque con «corrección política»: Ajmadineyad reemplazó la palabra «judío» y sostuvo en la Asamblea internacional (24-9-08) que «los sionistas dominan las finanzas y los medios».
La acechanza de una conspiración judía oculta asoma corrientemente en el léxico de los españoles del siglo XXI. En abril de 2002, la actriz Marisa Paredes atribuyó a las intrigas del «lobby judío» la elección de los premios Oscar, y cuatro años más tarde el actor Antonio Banderas reveló en TV1 que los judíos son los causantes de las guerras.
En abril de 2004, apareció un voluminoso libro del ex sindicalista minero Antón Saavedra, que difunde la teoría de la conspiración judeo-masónica raíz de todos los males. Saavedra llama «sionista» a la Internacional Socialista, denuncia que el PSOE es ayudado por hebreos, y hasta acusa al «judío sionista Stalin» (sic). Es cierto que los neonazis son igualmente judeofóbicos, pero por lo menos lo admiten.
En casos como los mencionados, el acusador no necesita aportar datos. Es suficiente incriminar a los judíos por los terremotos, la tuberculosis o el cáncer de hígado, para colocar al pueblo hebreo en el ubicuo banquillo del acusado.
El 3 de noviembre de 2002, el diario El Mundo proveyó una lista de judíos conocidos bajo el título de «El ABC de la España hebrea», y advirtió que «están en la banca, la Justicia, la hostelería, la construcción, el textil... Los judíos españoles se mueven en los círculos más poderosos y mantienen contacto con la elite económica y política. Contar con el respaldo del 'lobby' hebreo incluso puede librarles de la cárcel». Uno se veía tentado a compadecerse de los pobres cristianos, que cuando caen en la cárcel deben permanecer en ella.
Lyotard, una década después
El francés Jean-François Lyotard (1924-1998), uno de los filósofos más notables del postmodernismo, se opuso, desde la izquierda no-comunista, a la represión soviética en Hungría en 1956. Veinte años después introdujo en Francia las nuevas ideas, que pretendían derrumbar el concepto de la «verdad». Para Lyotard, ninguno de los inconmensurables dominios del discurso humano puede juzgar a los otros (La Diferencia, 1983). Por ello, la cultura postmoderna debería desentenderse de la verdad y de los «meta-relatos» que intentan dar un sentido a la historia.
A los judíos, Lyotard los colocó en un rol central en Heidegger y los judíos (1990), libro que en buena medida respondió al de Víctor Farías Heidegger y el nazismo (1987). Farías había mostrado que la filiación nazi del genio alemán no fue episódica sino sintomática y, a partir de sus evidencias no puede eludirse la cuestión política al abordar a Heidegger.
Con todo, éste ocupa unos pocos capítulos del libro de Lyotard. El resto se refiere a los «judíos», concepto desprovisto de contenidos rituales o tradicionales, y cuya clave es la unicidad de Dios y, más aún, la conexión entre esa unicidad y la ética.
Esta idea judaica terminó siendo antipática para Occidente, y por ello habría germinado la judeofobia.
Lyotard cayó en una suerte de abstracción sobre la «esencia» judía, proponiendo a «los judíos» como los emblemáticos del post-modernismo, que deben permanecer en el exilio para difundir eminentemente la moral kantiana. Lyotard pareciera haber «postmodernizado» a Hermann Cohen.
El francés consideró que su referencia a «judíos» no aludía a valores nacionales ni religiosos: no al sionismo, ni a la religión o el pensamiento judíos. «Lo más real sobre los judíos es que, en cualquier caso, Europa no sabe qué hacer con ellos. Los cristianos exigen su conversión, los monarcas los expulsan, las repúblicas los asimilan, los nazis los exterminan». Son «el Otro radical» de Occidente.
A partir de contrastar el pensamiento judaico con el greco-cristiano, Lyotard ve en los judíos un tajante corte con el Occidente pagano-cristiano. Se opuso explícitamente al término «judeocristiano» ya que para él los judíos son inasimilables, y resisten para no olvidar «lo Olvidado». En esa resistencia se distancian de la voluntad de Occidente y su obsesión por el dominio.
En efecto, los judíos de Lyotard son los testigos de «lo Olvidado», un concepto similar a un numen que «no es recordado por lo que fue o es... sino por lo que nunca deja de ser olvidado... que es percibido como una obligación ante la Ley». Si bien hay en Lyotard reminiscencias del mentado Cohen y de Emmanuel Levinas, se distingue de ellos en que no fundamenta su aproximación a lo judío en ninguna fuente ni tradición de esta cultura.
Por el contrario, varios judíos irreligiosos forman parte de su inspiración filosófica: Freud, Derrida, Adorno, Benjamin, Arendt, Célan, y la pléyade de «alemanes no-germánicos, judíos ajudaicos» que abandonan la tradición y ven en la emigración y la imposibilidad de integración una forma de su desesperación de todo retorno, «condenados al éxodo».
Así llega Lyotard a una exaltación de la Diáspora judía por sobre la lealtad nacional, y de lo apátrida por sobre lo raigal, en una especie de reivindicación del «Judío Errante».
Por ello, a pesar de su aparente filojudaísmo, la construcción de una «esencia judía» en base de parámetros concebidos por el autor lleva potencialmente la carga de la hostilidad. Transformados en símbolo, los judíos pueden con mayor facilidad ser objeto de la agresión. Una de las motivaciones del odio que los asedia es que, como grupo, muchas veces despiertan sentimientos de culpa, bien porque la moralidad fue virtualmente iniciada con la Biblia de los judíos (y por ello encarnarían las limitaciones éticas), o bien porque la persecución que padecieron podría presagiar una venganza que despierta temor.
Por ello generalizar a los judíos en un concepto simbólico cualquiera corre siempre el riesgo de desviar esa entelequia y castigar al pueblo que supuestamente la encarna.
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