Por James Neilson (Periodista y analista político, ex director de 'The Buenos Aires Herald')
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Polémica. El gobierno argentino se mostró ambiguo ante las manifestaciones contra Israel en Buenos Aires. Londres, París, Madrid y en muchas otras ciudades europeas, son cada vez más los judíos que procuran no llamar la atención por miedo a ser víctimas de los ataques brutales de musulmanes militantes o pandillas de ultraizquierdistas que, por oportunismo y porque les encanta la violencia, se han aliado con movimientos tan extraordinariamente reaccionarios, y tan ferozmente xenófobos, como Hezbolá y Hamas. Pero el resurgimiento del antisemitismo genocida no se limita a Europa. También está cobrando fuerza en América. En las semanas últimas, desde Canadá hasta la Argentina se han celebrado manifestaciones ruidosas en que las protestas contra la invasión israelí de Gaza se vieron acompañadas por expresiones de odio hacia todos los judíos. En algunas, la turba coreó consignas espeluznantes: "Judíos a los hornos", "Pronto habrá un holocausto auténtico", "¡Hitler! ¡Hitler!".
No extraño, pues, que se haya difundido en las comunidades judías de la diáspora la sensación de que, una vez más, está en marcha un proceso como el que culminó con la matanza sádica por parte de los nazis, con la colaboración entusiasta de muchas personas "normales", de por lo menos seis millones de hombres, mujeres y niños por el mero hecho de ser judíos. En 1945, se popularizó el lema "Nunca más"; más de setenta años más tarde, se sabe que la historia puede repetirse. Como dijo hace poco el decano de los jueces de la Suprema Corte, Carlos Fayt, el antisemitismo "es un cáncer en el cerebro de la humanidad" al que "hay que arrancar definitivamente". Tiene razón; puesto que ya ha entrado en la fase de metástasis es urgente operarlo.
Puede que en comparación con lo que está ocurriendo en países como el Reino Unido y Francia, el brote de antisemitismo que está produciéndose en la Argentina no sea tan grave, pero en vista de la incapacidad patente de las autoridades para garantizar un mínimo de seguridad es así y todo alarmante.
Por cierto, no contribuyó a tranquilizar a nadie que la funcionaria formalmente a cargo de luchar contra la discriminación, María José Lubertino, se haya dado el gusto de insinuar que la furia antisemita se justificaba debido al accionar de Israel en Gaza, sin ni siquiera intentar cubrirse recordándonos que oponerse al sionismo no es forzosamente lo mismo que detestar a todos los judíos.
Tampoco ha ayudado la escasa reacción de buena parte del elenco estable político. Con la excepción notable del gobernador bonaerense Daniel Scioli, que sí se animó a subrayar su solidaridad con el pueblo judío, los dirigentes políticos nacionales han preferido mirar hacia otro lado, acaso por mantenerse alejados de un embrollo tan feo. En cuanto al gobierno kirchnerista, su actitud ha sido llamativamente ambigua. Mientras que el ministro de Justicia Aníbal Fernández minimizó el peligro y prometió una investigación, sigue fomentando el odio el piquetero oficialista Luis D'Elia, partidario notorio del régimen teocrático iraní que quiere borrar a Israel de la faz de la Tierra, y de Hugo Chávez. Demás está decir que el caudillo venezolano ha tenido mucho que ver con la recrudescencia reciente de antisemitismo en la región. Chávez mandó a sus seguidores un mensaje nada equívoco cuando, luego de romper relaciones diplomáticas con Israel, se negó a levantar un dedo para impedir que durante cuatro horas sujetos armados profanaran la sinagoga más importante de Caracas, embadurnándola con eslóganes hostiles al Estado judío. ¿Incidirá la conducta de Chávez en su "amistad" con Néstor Kirchner y su esposa, la presidenta Cristina? Es poco probable.
Aunque la irrupción del ejército de Israel en la Franja de Gaza brindó a los antisemitas un pretexto irresistible para redoblar su ofensiva contra los judíos, y para incorporar a sus filas a algunos que hasta entonces se habían sentido cohibidos por entender que en el mundo moderno el antisemitismo está fuera de moda, sólo se trataba de un pretexto. Se cuentan por docenas los conflictos armados actuales o recientes en que han muerto tantos civiles como en Gaza o más, muchos más, siempre en condiciones atroces, como los de Chechenia, Sri Lanka, el Sudán, el Congo y otros lugares en África. Pero ninguno ha motivado una reacción tan indignada en los países occidentales como los enfrentamientos entre los israelíes y quienes no ocultan su voluntad de masacrarlos a todos de la manera más cruel concebible. No se puede atribuir este fenómeno a la simpatía que siente toda persona decente por el destino trágico de los árabes palestinos; si, como ya ha ocurrido con cierta frecuencia, otros árabes se ensañan con ellos nadie sueña con salir a la calle para protestar. Tampoco ha desatado manifestaciones multitudinarias el genocidio en la región sudanesa de Darfur donde milicias respaldadas por un régimen islamista han asesinado a más de 300.000 negros que también son musulmanes.
Para que una acción militar merezca la condena universal, es necesario que los responsables sean israelíes. En tal caso, a nadie le importará si hacen todo cuanto puedan por reducir al mínimo la cantidad de bajas civiles, lo que no es nada fácil contra enemigos habituados a usarlos como escudos humanos y que, para más señas, aprovecharán la oportunidad para asesinar a disidentes acusándolos de ser colaboracionistas, agregando las muertes resultantes al total adjudicado a los israelíes. A juicio de una proporción al parecer creciente de occidentales, Israel será automáticamente culpable de los peores horrores de toda guerra o acción militar en que se vea involucrado. Conscientes de esta realidad, los líderes de Hamas, gente que se afirma enamorada de la muerte, no hizo ningún esfuerzo por proteger a los palestinos comunes. De ahí la "desproporción" entre sus bajas y las de los israelíes que han construido refugios antiaéreos en las ciudades que son periódicamente bombardeadas por los cohetes enemigos.
Durante el conflicto en Gaza, los que dicen simpatizar con los palestinos se dedicaron a trazar paralelos canallescos entre Israel y el Tercer Reich nazi a sabiendas de que herirían a todos los judíos, incluyendo a los contrarios al sionismo. Hablaron de "genocidio", como si los israelíes se hubieran propuesto matar a todos los palestinos, y compararon Gaza con el gueto de Varsovia, pasando por alto, entre otras cosas, que la franja colinda con un país árabe, Egipto, que de haberlo querido pudo haber puesto a todos sus habitantes fuera del alcance de los soldados judíos. La voluntad evidente de muchos occidentales que en su mayoría se imaginan progresistas de equiparar Israel con la Alemania de Hitler no nos dice nada sobre lo que está sucediendo en Medio Oriente, pero es sintomática de los cambios mentales, por calificarlos de algún modo, que están dándose en ciertos círculos europeos muy influyentes. Además de querer liberarse de lo que todavía queda del sentimiento de culpa por haber permitido el Holocausto, asegurándose de que en última instancia los judíos, ellos, son igualmente malos, las élites europeas están dispuestas a ir a virtualmente cualquier extremo para congraciarse con un mundo musulmán turbulento y amenazador. Es tan fuerte la voluntad de convencerse de que la agresividad para nada disimulada de tantos dirigentes islámicos hacia Europa y, claro está, Estados Unidos, se debe por completo al conflicto árabe-israelí, que si la eventual destrucción de Israel sirviera para solucionarlo se trataría de un precio que muchos europeos no vacilarían un solo momento en pagar sin preocuparse en absoluto por las consecuencias. En efecto, la idea de que la creación de Israel fue un error histórico y que por lo tanto convendría corregirlo para alcanzar por fin la paz añorada está abriéndose camino en las capitales del bien llamado "viejo continente".
Conforme a los sondeos de opinión, el país más antisemita de Europa es España, lo que a primera vista es un tanto paradójico porque si los islamistas lograran eliminar a Israel la recuperación de Andalucía encabezaría su lista de prioridades. Pero como nos enseñó la reacción de los españoles frente al atentado yihadista en Atocha del 11 de marzo del 2004 en que murieron dos centenares de personas, predomina en su país la idea de que la mejor forma de defenderse contra la ira de los guerreros santos consiste en hacer cuanto parezca necesario para apaciguarlos. También los israelíes han tratado de reconciliarse con los árabes, resignándose a convivir con un eventual Estado palestino, pero sus esfuerzos en tal sentido no les han servido para mucho.
Que éste haya sido el caso puede entenderse. Para el mundo musulmán, incluyendo a países tan alejados de Israel como Malasia, Pakistán e Irán, la mera existencia de una nación judía -es decir, una que es obra de una minoría largamente despreciada por su debilidad-, que es próspera, democrática y, lo que es más humillante todavía para pueblos orgullosos de sus tradiciones guerreras, militarmente poderosa, constituye un baldón insoportable. Por lo tanto, es muy escasa la posibilidad de que un día se llegue a un acuerdo de paz que ponga fin al conflicto. También lo es la de que pronto pierda fuerza la ola de antisemitismo que tanta angustia está causando en las comunidades judías de todos los países occidentales.
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