miércoles, 27 de mayo de 2009

Votar ¿para qué?

Tiempo de venganza

CANSADO como está de todo aquello con lo cual lo han venido incomodando políticos a los cuales enriquece sin saber el motivo, el ciudadano atisba en las elecciones europeas ocasión propicia para vengarse. Inocuamente, es cierto, porque no existe modo de librarse de esa gente, la peor gente, la que ha parasitado vidas y bolsillos. Sólo una cosa ansía el ciudadano: arrancarse de la piel a esas perseverantes sanguijuelas. Y sabe que eso no le será permitido. Están ahí de por vida. Ni ellos vivirán jamás de otra cosa, ni a él le será permitido dejar de mantenerlos. Queda el consuelo de no votarlos.

Y claro está que el ciudadano sabe que a esos profesionales del erario público les va a dar lo mismo que esta vez no vayan a votar ni la mitad de los censados. Sucederá. Y ni en un céntimo recortará eso su opulento salario. Que es lo que importa. No hay un electo hoy que no sepa a quién debe su cargo: no al que vota; al Jefe que lo pone en la lista de tal modo que al elector no le quede sino resignarse. No hay votante que no sepa para qué sirve su voto: para nada. Ni nadie tan infantil como para ignorar que la política hoy se asienta, no como se asentara la del siglo XIX sobre la lucha de clases, sino sobre el amable circuito de las castas. Inalterables. Ni partidos ni sindicatos son ya otra cosa. De los segundos, todos lo han entendido: su afiliación tiende al cero; sus finanzas son ministeriales; de su papel dio ejemplo el jerifalte madrileño de la UGT que embestía, la semana pasada, contra la única gobernante que se resiste a su juego. ¿De los partidos? No, de los partidos no hay manera de librarse. No son siquiera, como los sindicatos, obedientes y gandules funcionarios del Estado. Son el Estado. Poseen poder legislativo, ejecutivo... Y, desde que la ley orgánica del poder judicial de Felipe González -ratificada por el gobierno de Aznar- les diera esa potestad, poseen también el privilegio de nombrar, en proporción exacta a la de su hegemonía, al poder judicial. Jamás, desde que la democracia es democracia; jamás, desde que Montesquieu formulara en el Capítulo IV del Libro XI de L´esprit des lois hasta qué punto era imprescindible que «por la disposición de las cosas el poder contrarrestara al poder», la impunidad del club que agrupa, por encima de nimiedades ideológicas, a los miembros, sin excepción, de los partidos políticos ha sido tan invulnerable. Sueldo garantizado. De por vida. Y autoridad. Y privilegios: conocidos como ocultos. A cambio de una sola virtud: fidelidad al Jefe. A esto fue reducido eso a lo cual, con resonante nombre que hoy ya nada significa, llamamos democracia.

No votaré en las europeas. No es que haga ya de la abstención una cuestión de principio. Aunque tentado me siento, visto el nivel mental de los diputados españoles, a retirarme en una plácida Cartuja: lástima que yo no sea creyente. Que gente de ese nivel pueda decir que habla en mi nombre, me ofende. Pero soy demasiado viejo: sé que moriré yo y la casta seguirá lozana. Nada espero. Y mis deseos hacia esa turba son demasiado homicidas para poder formularlos sin infringir varios artículos del Código Penal. Me callo. Me encierro en la biblioteca lo que puedo: demasiado poco. Procuro no leer nada que tenga menos de tres siglos. Ni aun así consigo olvidarlos del todo. ¿Pero votarles? ¿Para una farsa como la del Parlamento Europeo, institución que sólo sirve para engrosar cuentas corrientes a cambio de no hacer nada, en el mejor de los casos? Bien está que se embolsen mis impuestos: me resigno. Pero que no pretendan que además sonría. Es tiempo de venganza. Aun inocua.

Yo tampoco votaré en las europeas, de hecho no voto nunca. No vale la pena con esta gentuza.

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