Gabriel ALBIAC
http://www.larazon.es
La verdad del Parlamento español son sus escaños vacíos. Media docena de despistados asistentes que dormitan con descaro, un presidente de azabache pelambrera restaurada, algún bedel, supongo, porque a los bedeles no hay quien los autorice a quedarse en la cama, como todo el mundo aquí, sin perder el sueldo¿ Es lo que queda; es, no nos engañemos, lo que siempre hubo. Eso y la horrenda suntuosidad de dorado y madera noble que tanto place a esos nuevos ricos que deberían, se supone, poblar, de vez en cuando, sus asientos, y que ya ni se toman la molestia de fingir que creen que el sueldo percibido a costa de los impuestos del ciudadano pueda obligarlos a nada. La casta se sabe impune. Como la sabemos nosotros nula en lo intelectual, zafia en lo estético, en lo moral primordialmente mala. Se sabe impune y lo proclama. No está mal la lección.
Y no, no es cierto, pese a quien pese y antracítica restauración capilar al margen, que importen más aquí los presentes que los ausentes. Son los asientos vacíos los que dicen la verdad de nuestra frágil democracia: el vaciado completo de función y contenido, que es la única herencia de treinta años invertidos en reducir a polvo todas las ilusiones de un país que se despierta ahora en esta doble ruina, material y anímica, que hizo ricos, inmensamente ricos, a sus poco recomendables dirigentes. No hay un solo ciudadano en su sano juicio que no lo sepa. Entre otras cosas, porque la exhibición ha sido siempre goce muy preciado por los nuevos ricos. Sin restregar sesenta veces por minuto sus soberbios privilegios sobre los morros de los ciudadanos, el político correría el riesgo de pararse a pensar, de saber que no es nadie, peor que nadie: el que opulentamente vive de la desdicha ajena. La lección. Sencilla.
Desde su inicio mismo, esto en lo cual vivimos puede recibir muchos nombres. Ninguno menos propio que el de «democracia». Si es que por democracia aceptamos llamar a aquello que los clásicos definen como la división y autonomía contrapuesta de los tres poderes. Del judicial -que los partidos se reparten por fraternal cuota-, ni hablemos. Pero ¿es el Parlamento español algo que se acerque siquiera al poder independiente de legislar que le atribuyen los padres de la teoría política? Apenas si es hoy una máquina de votar automáticamente lo que la mínima oligarquía de jefes partidistas impone a sus asalariados.
Al parlamentario de cualquier partido se le exige una sola virtud: ser fiel. A quien le pone el dinero en el bolsillo: aquel del cual depende que su nombre figure o no en las listas electorales. ¿Para qué perder el tiempo sesteando en los sillones de la Carrera de San Jerónimo, si todo ya lo han decidido Zapatero Rajoy y los tres amiguetes que mandan en el gran negocio nacionalista? No seré yo quien pida que salgan de sus tibias sábanas. ¿Para qué imponer a nadie una crueldad inútil?
El Poder Legislativo lo constituye en España una sola persona: el Presidente del Gobierno. Más tres caudillos locales. Más un jefe de la oposición que calla y mira. Prefiero a los desertores. Incluso, para pagar su sueldo.
Teniendo en cuenta que "lo que tocan lo joden", mejor que no hagan nada.
Y no, no es cierto, pese a quien pese y antracítica restauración capilar al margen, que importen más aquí los presentes que los ausentes. Son los asientos vacíos los que dicen la verdad de nuestra frágil democracia: el vaciado completo de función y contenido, que es la única herencia de treinta años invertidos en reducir a polvo todas las ilusiones de un país que se despierta ahora en esta doble ruina, material y anímica, que hizo ricos, inmensamente ricos, a sus poco recomendables dirigentes. No hay un solo ciudadano en su sano juicio que no lo sepa. Entre otras cosas, porque la exhibición ha sido siempre goce muy preciado por los nuevos ricos. Sin restregar sesenta veces por minuto sus soberbios privilegios sobre los morros de los ciudadanos, el político correría el riesgo de pararse a pensar, de saber que no es nadie, peor que nadie: el que opulentamente vive de la desdicha ajena. La lección. Sencilla.
Desde su inicio mismo, esto en lo cual vivimos puede recibir muchos nombres. Ninguno menos propio que el de «democracia». Si es que por democracia aceptamos llamar a aquello que los clásicos definen como la división y autonomía contrapuesta de los tres poderes. Del judicial -que los partidos se reparten por fraternal cuota-, ni hablemos. Pero ¿es el Parlamento español algo que se acerque siquiera al poder independiente de legislar que le atribuyen los padres de la teoría política? Apenas si es hoy una máquina de votar automáticamente lo que la mínima oligarquía de jefes partidistas impone a sus asalariados.
Al parlamentario de cualquier partido se le exige una sola virtud: ser fiel. A quien le pone el dinero en el bolsillo: aquel del cual depende que su nombre figure o no en las listas electorales. ¿Para qué perder el tiempo sesteando en los sillones de la Carrera de San Jerónimo, si todo ya lo han decidido Zapatero Rajoy y los tres amiguetes que mandan en el gran negocio nacionalista? No seré yo quien pida que salgan de sus tibias sábanas. ¿Para qué imponer a nadie una crueldad inútil?
El Poder Legislativo lo constituye en España una sola persona: el Presidente del Gobierno. Más tres caudillos locales. Más un jefe de la oposición que calla y mira. Prefiero a los desertores. Incluso, para pagar su sueldo.
Teniendo en cuenta que "lo que tocan lo joden", mejor que no hagan nada.
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