NO hay Estado en el mundo al cual no se reconozca potestad para defender con las armas sus fronteras. Salvo a Israel. A cualquier despotismo en ejercicio, teocracia feudal, tribalismo en diverso grado genocida, dictadura arcaizante o moderna, le es atribuido el derecho a un ejército que preserve su territorio. Al único Estado democrático del Cercano Oriente, se le niega eso. Que es, nadie se engañe, la condición sin la cual no hay nación posible. Y eso es lo que está en juego: la existencia. Quienes, bajo soflamas vomitivamente humanitarias, niegan el derecho israelí a proteger sus fronteras frente a un enemigo armado que proclama su propósito de destruir el país y expulsar a sus pobladores, fingen hablar de política. Mas no hay política, no puede haberla, en una hipótesis tan carente de racionalidad mínima. Bajo la espuma de la retórica caritativa y de ese pringoso moralismo que es modo muy europeo de enmascarar lo más siniestro, se trasluce un odio viejo. Irracional y homicida. El del intemporal antisemitismo que, en lo más hondo, sigue operando con idéntica intuición a la de Hitler: lo judío es una enfermedad que debe ser extirpada de lo humano. Del corazón de Centroeuropa, en los años cuarenta. Del corazón del Cercano Oriente, ahora. El antisionismo es la forma benévola y eficacísima del antisemitismo. Igual de exterminadora. Y menos malsonante.
Israel nació en la guerra. Y en la guerra ha sobrevivido ya sesenta y un años. Sin permitirse una pausa ni un desaliento. No es azar. Ni heroísmo. Tan sólo, la constancia del dato material básico: una sola ocasión de desaliento, una sola debilidad, una derrota, equivaldrían a su aniquilación. Pocas naciones del mundo, quizá ninguna, viven en tal certeza: vencer militarmente cada día -cada día-, o ser borrado del mapa. En 1947, Israel aceptó, sin condiciones, el mapa palestino de la ONU. En 1948, los ejércitos árabes emprendieron, en todas su fronteras, lo que se anunció iba a ser una rápida operación de limpieza. Israel, sin un ejército aún que mereciera tal nombre, movilizó en armas hasta el último de sus ciudadanos. Venció. Construyó un Estado libre y próspero, allá donde sus vecinos sólo fueron capaces de generar servidumbre y miseria. En 1967, Egipto, Siria, Jordania e Irak anunciaron llegado el momento de extirpar, por fin, el cáncer judío. Fue la «Guerra de los seis días». Dos años más tarde, los guerrilleros de la OLP eran masacrados por sus hermanos jordanos: las fotos de los hombres del Fatah cruzando el río para entregarse al Tsahal, como única alternativa a la ejecución in situ dictada por el rey Huseín, están en las hemerotecas. En 1973 Egipto intentó de nuevo la aventura; fue la ofensiva mejor planificada. Un veterano militar llamado Ariel Sharón salvó a Israel, con una operación de riesgo máximo al otro lado del Canal. Sadat firmó la paz en el 79. Pagó con su cabeza. Siguieron continuas escaramuzas. Seguirán. Mientras los dirigentes palestinos sigan considerando de más valor los fondos internacionales que se embolsan en oscuras cuentas suizas, que el sufrimiento espantoso de su pueblo. Arafat fijó en eso el paradigma. Las cuchilladas que, tras su muerte, cruzaron herederos familiares y políticos por el control del dinero personalmente acumulado por el hombre que rechazó de Clinton y de Barak la concesión del 97 por ciento del territorio palestino, moverían a colosal carcajada; si no hubiera detrás de ellas tanta sangre.
Israel exige fronteras. Estables. Como toda nación. Como casi ninguna, debe luchar cada mañana para conseguirlas. O aceptar la muerte. Es la excepción. Absoluta.
Israel nació en la guerra. Y en la guerra ha sobrevivido ya sesenta y un años. Sin permitirse una pausa ni un desaliento. No es azar. Ni heroísmo. Tan sólo, la constancia del dato material básico: una sola ocasión de desaliento, una sola debilidad, una derrota, equivaldrían a su aniquilación. Pocas naciones del mundo, quizá ninguna, viven en tal certeza: vencer militarmente cada día -cada día-, o ser borrado del mapa. En 1947, Israel aceptó, sin condiciones, el mapa palestino de la ONU. En 1948, los ejércitos árabes emprendieron, en todas su fronteras, lo que se anunció iba a ser una rápida operación de limpieza. Israel, sin un ejército aún que mereciera tal nombre, movilizó en armas hasta el último de sus ciudadanos. Venció. Construyó un Estado libre y próspero, allá donde sus vecinos sólo fueron capaces de generar servidumbre y miseria. En 1967, Egipto, Siria, Jordania e Irak anunciaron llegado el momento de extirpar, por fin, el cáncer judío. Fue la «Guerra de los seis días». Dos años más tarde, los guerrilleros de la OLP eran masacrados por sus hermanos jordanos: las fotos de los hombres del Fatah cruzando el río para entregarse al Tsahal, como única alternativa a la ejecución in situ dictada por el rey Huseín, están en las hemerotecas. En 1973 Egipto intentó de nuevo la aventura; fue la ofensiva mejor planificada. Un veterano militar llamado Ariel Sharón salvó a Israel, con una operación de riesgo máximo al otro lado del Canal. Sadat firmó la paz en el 79. Pagó con su cabeza. Siguieron continuas escaramuzas. Seguirán. Mientras los dirigentes palestinos sigan considerando de más valor los fondos internacionales que se embolsan en oscuras cuentas suizas, que el sufrimiento espantoso de su pueblo. Arafat fijó en eso el paradigma. Las cuchilladas que, tras su muerte, cruzaron herederos familiares y políticos por el control del dinero personalmente acumulado por el hombre que rechazó de Clinton y de Barak la concesión del 97 por ciento del territorio palestino, moverían a colosal carcajada; si no hubiera detrás de ellas tanta sangre.
Israel exige fronteras. Estables. Como toda nación. Como casi ninguna, debe luchar cada mañana para conseguirlas. O aceptar la muerte. Es la excepción. Absoluta.
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