sábado, 4 de octubre de 2008

Bajándonos los pantalones

La infecunda mansedumbre
Gustavo D. Perednik

De la obsecuencia ante el odio, y de su inutilidad
Cuando Israel cumplió medio siglo, el Secretario General del Hezbolá, Hasán Nasrallah, transmitió al mundo un diáfano quejido por «la catástrofe histórica del establecimiento en la tierra de Palestina del Estado de los nietos de monos y cerdos».
En efecto, la equiparación de judíos con animales es frecuente no sólo en la literatura nazi, sino también en el actual mundo árabe-musulmán, que a veces busca su fundamento en tres suras del Corán (2:65, 5:60, y 7:166), según las cuales Alá habría penado a los judíos transformándolos en bestias.
El insulto es transmitido también desde Indonesia, donde la radio Al-Manar difunde la plataforma del Hezbolá. En agosto pasado, miles de australianos escucharon en dicha radio la letanía de que «los judíos son descendientes de cerdos», por lo que se pidió una aclaración de parte del presidente del Consejo Árabe-Australiano, Roland Jabbour.
Podía esperarse que este dirigente condenara inequívocamente la invectiva racista, ya que, dentro de la Comisión de Derechos Humanos e Igualdad de Oportunidades del gobierno australiano, es miembro del Comité de Antirracismo. Pero Jabbour optó por justificar la agresión. En un reportaje al diario The Age (22 de agosto de 2008), insistió en que la chanchada es legítima, que la culpable es la política israelí, y que por ello tampoco hay que objetar que rabinos sean presentados como asesinos de niños cristianos, sedientos de sangre infantil para sus ritos pascuales. A la fiereza de sus declaraciones, Jabbour agregó una defensa de «la libertad de expresión», siempre y cuando, huelga aclararlo, ésta no ofenda al Islam.

La equiparación entre judíos y cerdos no es condenada en la prensa europea, aunque es reiterada por líderes árabes. La pregonan en sus mezquitas jeques como Saíd Tantawi, de Al-Azhar, y el saudí Abd Al-Rahman Al-Sudais, imán de Al-Haraam, la principal mezquita de La Meca.
Sudais pidió «que Alá aniquile a los israelitas», y exhortó a los árabes para que «abandonen sus iniciativas de paz con los judíos, porque son la escoria de la raza humana, las ratas del mundo, violadores de pactos, asesinos de profetas y descendientes de monos y cerdos».

Esta «opinión» no impidió que, en aras de una supuesta armonía interreligiosa, el rabino inglés Jonathan Sacks asistiera al sermón que Sudais pronunció en la mezquita del East London, en junio de 2004.
El profesor Mordejai Nisán, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en su libro Las minorías en Oriente Medio (2002), denomina al fenómeno el "síndrome del dhimmi": la sumisa actitud que, ante el agresor, adoptaban los «tolerados» por los regímenes islámicos. El dhimmi oprimido o violentado se limitaba a pedir disculpas a su victimario, o a hacerle obsequios.

Precisamente, este hábito de mansedumbre judía se cruzó en Australia con la puerca tradición mencionada al comienzo. Aunque los dirigentes judeoaustralianos protestaron ante el Ministro Stephen Conroy debido a la violación por parte de Jabbour del Acta de Discriminación Racial, uno de ellos, Peter Wertheim, se apresuró a señalar que cuando trabajó con Jabbour éste «hizo grandes esfuerzos para ser amistoso, e incluso sugirió que hay muchas otras áreas en las que podrían cooperar» (acaso Jabbour habrá explicitado aquellas áreas en las que los descendientes de monos son útiles).

Otros ejemplos
Tan mansas como ésas fueron las reacciones frente al diálogo interreligioso que patrocinara en Madrid Arabia Saudí (17 de julio de 2008). Este país, que prohíbe absolutamente toda expresión religiosa no-islámica, pésimo candidato puede ser para liderar un diálogo de mutuo respeto. Sin embargo, ello no obstó para que cristianos y judíos participaran del acto sin protestar.

Con todo, lo más grave no fue que no se denunciara la brutalidad saudí en materia religiosa, ni el boicot antiisraelí que impidiera que se invitara a dignatarios israelíes a asistir al evento, sino el hecho de que hubo quienes se dedicaron a difundir y celebrar la iniciativa saudí, publicando sus fotos con el rey judeófobo e islamista, o proclamando que el autócrata es un heraldo del diálogo.

Así, el rabino Michael Lerner sostuvo que «para aquellos de nosotros que desesperamos porque el cristianismo y el judaísmo pierden su camino… la noción de que el Islam pueda ser la chispa que genere un nuevo renacer religioso basado en el respeto recíproco… puede ampliar nuestro entendimiento del inacabable potencial divino para sorprendernos».

Si no es para soslayar la índole del agresor o minimizar sus más virulentos ataques, la mansedumbre actúa para rendir una pleitesía que nos auto justifique. Un excelente ejemplo de ésta puede verse en una tumba del aristocrático cementerio de La Recoleta en Buenos Aires: la de Ramón Falcón, el jefe de policía asesinado en esa ciudad el 14 de noviembre de 1909. Ocurre que el asesino de Falcón (y de su ayudante Alberto Lartigau) fue un joven de 17 años, de origen judío y militancia anarquista, que cometió el atentado el mismo año en que inmigró a Argentina desde la Rusia zarista.

La comunidad israelita argentina, alarmada por la posibilidad de que la judeidad del asesino generara una persecución judeofóbica, decidió dedicar un monumento (el único con caracteres hebreos en dicho cementerio) en el que se honra la memoria del jefe policial «mártir del deber… un noble y grande que ha caído en este día», y la de su joven asistente con una bíblica endecha sobre el príncipe Jonatan. La prevención y el miedo de la comunidad hebrea no pudieron evitar que, al poco tiempo, se produjera el primer pogromo en Argentina.

Cabe traer un ejemplo adicional, esta vez español. Martín Varsavsky, escribe una justa y tardía reacción contra la judeofobia del diario El País. En su texto, el autor necesita asegurarse el permiso de criticar por medio de impecables credenciales contra Israel: que criticó al país hebreo, donó fondos para la reconstrucción de El Líbano, y financia la publicación de escritos antiisraelíes de palestinos e iraníes. Como si los medios no estuvieran superpoblados de antiisraelismo y no hiciera falta, precisamente, que se estimulen las páginas que muestren «la voz judía», como intenta hacer esta columna.

La lógica de Varsavsky es típica: «A veces son los israelíes los que cometen atrocidades y otras los palestinos». Aunque no podría dar un solo ejemplo de «atrocidades israelíes» –que son un mito manipulado frecuentemente por los medios– lo más notable es que admite que para él «el conflicto entre israelíes y palestinos no tiene buenos y malos, sino malos y malos».

Ahora bien: o esa frase tiene aplicabilidad para todos los conflictos del mundo (y en ese caso es una redundante perogrullada) o es específica del conflicto en Oriente Medio, y en este caso es falsa. Porque las guerras en general no se producen «entre buenos y malos» sino entre agresores y agredidos. Y el agredido de esta región es uno solo: el único candidato a ser borrado del mapa, el no reconocido, demonizado y deslegitimado con la aquiescencia europea.
El odio es odio. Tal vez no se apague enfrentándolo, pero decididamente no se aplacará legitimándolo.

Fuente: el catoblepas

http://www.nodulo.org/ec/2008/n079p05.htm

PORISRAEL.ORG y DORI LUSTRON

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