Narcosis ciudadana Gabriel ALBIAC (www.larazon.es)
Sobre lo imaginario alza la política su palacio de espejos. No, sobre lo real. Y toda su eficiencia se resume en la maestría para fabricar, a través de redes muy complejas de ensueños y fantasías verosímiles, la conciencia obediente de aquel que, al pagar religiosamente sus impuestos, sostiene todo el delicado castillo de naipes del mundo en el cual vivimos; tan frágil.
En rigor, es ése un proyecto nacido con la sociedad moderna, entre los siglos dieciséis y diecisiete. Y pienso yo que inseparable del gran hallazgo de Trento; y, en Trento, de la modernizadora hipótesis que pone en marcha la Compañía de Jesús como muro de contención frente a la Reforma. Se resume en un principio: la mente humana es, en lo esencial, el nudo inestable de una enmarañada composición de imágenes. Tendrá potestad sobre las voluntades humanas aquel que logre desplegar representaciones más operativas para ajustar las voluntades personales a sus objetivos propios. Sean éstos del orden que sean. El gran arte, la gran arquitectura sobre todo, la religiosa como la civil, se ajustan en el barroco admirablemente a ese artesanado: son, con precisión milimétrica, la escena del príncipe.
Eso quisieron señalar los jansenistas franceses en el siglo del barroco: que las imágenes mienten y que la pretensión de hacer de todo individuo nada más que elemento de una universal relojería regulada por el Estado es, de las muchas metáforas que truecan a los humanos en siervos resignados del poder mundano, la más temible, aquella para la cual existe menos defensa. En uno de los más bellos despliegues de inteligencia de aquel siglo en el cual la inteligencia era sólo un matiz más de la elegancia, Blaise Pascal da ese mentís global de la política moderna con la limpia claridad de un teorema geométrico: no, no hay política honesta; política y moral se excluyen con la fuerza de un oxímoron. Por eso precisamente es tan esencial a quienes mandan taponar las grietas, acallar las dudas, aplastar las interrogaciones de quienes nada quieren saber con el Estado, bajo un alud de evidencias fabricadas a la medida. Para eso sirven hoy los televisores, la red capilar de los omnipresentes medios que dictan opiniones no discutibles a cada sujeto en su más íntima madriguera; que construyen su lenguaje, y, con él, delimitan despóticamente el campo de lo que se puede decir y de aquello que no es ni aun pensable, que mustian nuestras vidas con palabras más hueras que las nueces podridas: «progresista», «reaccionario», «machista», «feminista», «progre», «facha», «moderno», «antiguo», «pacífico», «violento»? Más de los dos tercios de las palabras que componen el paupérrimo léxico usual del hombre actual no significan nada. Pero la lengua aborrece el vacío. Un lexema sin significado encubre siempre aquel significado que quien manda le impone. Dándole, así, la eficacia perfecta de lo invisible.
Educar para la ciudadanía no es más que codificar esa red de palabras muertas. Y blindarla. Hacer de cada cual máquina que repite el léxico en el cual el Estado se enmascara. Hacer de cada uno, Estado. Esto es, menos que nada.
Educación para la ciudadania y Religión sobran en los colegios como antes sobraba aquel engendro llamado FEN (Formación del espíritu nacional). Y tienen el mismo objetivo, la misma utilidad: uniformar las mentes, encorsetar las ideas, anular la libertad para que cada uno piense por sí mismo.
En rigor, es ése un proyecto nacido con la sociedad moderna, entre los siglos dieciséis y diecisiete. Y pienso yo que inseparable del gran hallazgo de Trento; y, en Trento, de la modernizadora hipótesis que pone en marcha la Compañía de Jesús como muro de contención frente a la Reforma. Se resume en un principio: la mente humana es, en lo esencial, el nudo inestable de una enmarañada composición de imágenes. Tendrá potestad sobre las voluntades humanas aquel que logre desplegar representaciones más operativas para ajustar las voluntades personales a sus objetivos propios. Sean éstos del orden que sean. El gran arte, la gran arquitectura sobre todo, la religiosa como la civil, se ajustan en el barroco admirablemente a ese artesanado: son, con precisión milimétrica, la escena del príncipe.
Eso quisieron señalar los jansenistas franceses en el siglo del barroco: que las imágenes mienten y que la pretensión de hacer de todo individuo nada más que elemento de una universal relojería regulada por el Estado es, de las muchas metáforas que truecan a los humanos en siervos resignados del poder mundano, la más temible, aquella para la cual existe menos defensa. En uno de los más bellos despliegues de inteligencia de aquel siglo en el cual la inteligencia era sólo un matiz más de la elegancia, Blaise Pascal da ese mentís global de la política moderna con la limpia claridad de un teorema geométrico: no, no hay política honesta; política y moral se excluyen con la fuerza de un oxímoron. Por eso precisamente es tan esencial a quienes mandan taponar las grietas, acallar las dudas, aplastar las interrogaciones de quienes nada quieren saber con el Estado, bajo un alud de evidencias fabricadas a la medida. Para eso sirven hoy los televisores, la red capilar de los omnipresentes medios que dictan opiniones no discutibles a cada sujeto en su más íntima madriguera; que construyen su lenguaje, y, con él, delimitan despóticamente el campo de lo que se puede decir y de aquello que no es ni aun pensable, que mustian nuestras vidas con palabras más hueras que las nueces podridas: «progresista», «reaccionario», «machista», «feminista», «progre», «facha», «moderno», «antiguo», «pacífico», «violento»? Más de los dos tercios de las palabras que componen el paupérrimo léxico usual del hombre actual no significan nada. Pero la lengua aborrece el vacío. Un lexema sin significado encubre siempre aquel significado que quien manda le impone. Dándole, así, la eficacia perfecta de lo invisible.
Educar para la ciudadanía no es más que codificar esa red de palabras muertas. Y blindarla. Hacer de cada cual máquina que repite el léxico en el cual el Estado se enmascara. Hacer de cada uno, Estado. Esto es, menos que nada.
Educación para la ciudadania y Religión sobran en los colegios como antes sobraba aquel engendro llamado FEN (Formación del espíritu nacional). Y tienen el mismo objetivo, la misma utilidad: uniformar las mentes, encorsetar las ideas, anular la libertad para que cada uno piense por sí mismo.
1 comentario:
Los intentos por uniformar las mentes siempre ha terminado en fracaso, tarde o temprano. Porque no es posible ocultar lo que somos los hombres: un lio, un caos y un quilombo como se diria en porteño. Somos todos diferentes por mas que nos vistan con una misma ropa y nos quieran hacer penetrar el pensamiento unico como siempre pretendieron hacer los sistemas totalitarios en cualquier lugar del mundo.
No obstante, es cierto que a veces es necesario coordinar las acciones de un grupo social y comportarse disciplinadamente para lograr objetivos justificados (como una orquesta diria Jabotinsky donde cada uno cumple su papel en la gigantesca maquinaria nacional), pero eso llevado al exceso y a la vida cotidiana de la poblacion civil casi siempre deriva en dictaduras. Y eso nunca sera bueno ni justificable.
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