Un Papa, que militó en las Juventudes Hitlerianas, quiere beatificar a otro que, por esas mismas fechas, colaboró con entusiasmo en el exterminio de judíos por parte de los nazis. ¿Nos extrañamos?
El Papa frenó causa de Pío XII por relación con Israel
La causa de beatificación del polémico Papa Pío XII (1939-1958) ha sufrido un traspié a raíz de la oposición del judaísmo, que acusa al ex Sumo Pontífice de hacer la vista gorda ante la Shoá. Parte de la comunidad judía acusa a Eugenio Pacelli de ser pasivo ante el Holocausto. Ahora el Vaticano anunció que hará una investigación más profunda antes de firmar la beatificación.
El Papa Benedicto XVI decidió ahora iniciar una investigación más profunda y dejó el tema sin firma.
El portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, confirmó que “no ha firmado todavía el decreto de las virtudes heroicas” de Eugenio Pacelli, y que el asunto “está siendo objeto de estudio y de reflexión”. Lombardi pidió además calma a católicos y judíos.
Se trata del último giro en una controversia sobre si el Papa nacido en Alemania debería promover la santificación del Papa Pío XII, que tuvo el liderazgo católico durante la época nazi.
El sábado, el Vaticano instó a católicos y judíos a detener las presiones sobre el asunto de la santificación. El año pasado, el departamento encargado de ese proceso en el Vaticano votó en favor de un decreto reconociendo las “virtudes heroicas” de Pío XII, un paso en el largo proceso hacia una posible santificación que se inició en 1967.
Hasta ahora Benedicto XVI no ha aprobado el decreto, una etapa necesaria para la beatificación, el último paso antes de la santificación, optando por lo que el Vaticano ha llamado un período de reflexión.
Una rápida biografía de Eugenio Pacelli
Eugenio Pacelli no fue el santo torturado por un «drama interior de rara intensidad» (Xavier de Montclos) [9] que tanto estima la historiografía católica institucional, ni tampoco la «oveja negra» que John Cornwell opone a su predecesor Pío XI, presentado como antinazi y defensor de las democracias contra el Eje.
Puesto al servicio de la política alemana del Vaticano, este germanófilo convencido era llamado Tedesco (el Alemán) en Italia y Polonia. Se le consideraba tan seguro (ante Gasparri se había ocupado de batallar contra Francia desde la fase de ruptura con la Santa Sede, a principios de siglo) que en la primavera de 1917 fue nombrado nuncio en Munich a pedido de Erzberger, jefe del Zentrum («Partido católico») e intermediario del Reich en las relaciones con la Curia (incluyendo en el plano financiero).
Se rodeó de una camarilla de extrema derecha que lo siguió durante toda su vida, en una Baviera cuya tradiciones antisemitas eran tan virulentas como las de Austria, de la que había formado parte hasta principios del siglo XIX.
A partir de entonces, el Reich garantizó su carrera, cosa que habían previsto algunos diplomáticos franceses, convencidos desde 1920 de que Pacelli lograría de Berlín al menos la Secretaría de Estado, quizás hasta el trono de San Pedro. El nuncio, como el clero bávaro -que se encontraba de hecho bajo sus órdenes-, estuvo permanentemente ligado desde el principio de los años 20 a los grupúsculos de extrema derecha que abundaban en Baviera.
Pacelli se reunía frecuentemente con Ludendorff, íntimo de Hitler, en aquel nido de los terroristas del Reich, que se habían «refugiado» allí (en realidad con la complicidad del poder central de Berlín) después de haber asesinado a enemigos políticos que simbolizaban la República de Weimar, preferentemente judíos -como Rathenau- o (y) bolcheviques, liberales, inclusive católicos si habían apoyado el tratado de Versalles, como en el caso Erzberger.
Los franceses lo sabían pues no perdían ni pie ni pisada a aquel prelado que los odiaba tanto como a los «judeo-bolcheviques» alemanes o polacos. El antisemitismo de la Iglesia del periodo que constituyó el intermedio entre las dos guerras mundiales es un hecho comprobado y el debate sobre este no persigue más objetivo que saber si se trataba de un antijudaísmo o si se estaba convirtiendo en un antisemitismo «racial» (völkisch).
El de Pacelli era una mezcla remarcable y espectacular de ambos. Su correspondencia bávara, durante la época de la «república de los Consejos», revela su enfermiza obsesión hacia los «judíos de Europa central» bolcheviques [10]. Como todo völkisch, veía en cada judío un bolchevique y a la inversa.
Ver el antibolchevismo como único motor de su acción sería, sin embargo, admitir que fue esta la única obsesión de los pangermanistas. Hay que subrayarlo tanto más cuanto que en el momento en que se impuso como una verdad la ecuación entre nazismo y comunismo, se presenta de buena gana como plenamente justificada -e incluso como democrática- toda cruzada anticomunista.
Se considere legítimo o no, el antibolchevismo no justifica por sí solo el comportamiento de la Curia y de su representante, no solamente en Alemania sino, de hecho, en toda la esfera germánica del antiguo imperio austro-húngaro. No es solamente por combatir el peligro rojo que el Vaticano apoyó al Reich en todas sus empresas territoriales (reconociéndole sobre todo el derecho a heredar toda la antigua Austria-Hungría) y políticas, y que combatió ferozmente a Estados tan poco bolcheviques como Francia y sus aliados de Europa oriental, beneficiarios de los tratados de 1919-1920.
Abogado incansable de los derechos del Reich contra Versalles, como nuncio en Munich, después «en el Reich» (novación de 1920), más tarde como secretario de Estado del Vaticano (a partir de febrero de 1930), Pacelli contribuyó ampliamente desde principios de los años 1920, con el aval de sus superiores -Benedicto XV y (desde 1922) Pío XI-, a la reunificación total (incluyendo a los nazis) de la derecha alemana.
Su jefe Pío XI y todos los personajes claves de la Curia mostraron tanto entusiasmo como él por la promoción, sobre todo después de las elecciones de septiembre de 1930, de la solución nazi. La presentaban a los países de la antigua Entente, contra toda lógica e incluso -insisto en ello- con conocimiento de causa, como una urgencia nunca vista ante la amenaza del bolchevismo (aunque el KPD, Partido Comunista Alemán, no llegó nunca más allá del 16% en sus mejores resultados, durante las elecciones de noviembre de 1932, en una Alemania invadida por la marea de la extrema derecha).
La mención de este inmenso apoyo se impone en momentos en que los «arrepentimientos» de Juan Pablo II acaban de presentar el Reich de Hitler como un «Estado nazi pagano», «que se enraizó fuera del cristianismo» y segregó un antisemitismo extraño a este último. Fue por tanto a esos mismos paganos que la Santa Sede, incluyendo a Pacelli aunque no fue él solo, les facilitó el Concordato del 20 de julio de 1933, fabuloso regalo del que Mussolini y Hitler se regocijaron ruidosamente.
Una de sus cláusulas secretas (la otra tenía apuntaba a la organización de la Iglesia católica dentro del ejército alemán, en aquel entonces en proceso de formación clandestina) estipulaba que, cuando las tropas del Reich invadieran Ucrania, los clérigos germánicos o germanizados, adeptos todos de un antisemitismo tan visceral como su antibolchevismo, convertirían al fin ese gran territorio ortodoxo. ¿La Curia tenía la intención, en ese caso, de proteger a los millones de judíos de Ucrania?
Pacelli dejó seguramente su huella en esa política, que la Santa Sede adoptó como suya, sin desaprobarlo sino promoviéndolo. ¿O acaso se puede calificar de castigo su nombramiento como secretario de Estado a principios de 1930? Sin encontrar la menor oposición por parte de Pío XI, Pacelli hizo posible la carrera espectacular de los elementos más nazis de la Iglesia austriaca y la alemana o de toda (fracción) de nacionalidad implicada en la liquidación de la Europa de los tratados de 1919-1920.
Es importante citar nombres: el austriaco Hudal, rector del Instituto romano de la Anima, uno de los pilares del pangermanismo que se pasó de lleno al nazismo, campeón del Anschluss, nombrado obispo de Ela para festejar el advenimiento de Hitler, glorificó mediante la pluma -en 1936- la alianza entre la Iglesia y el nazismo y exaltó el antisemitismo «eliminacionista» (para utilizar la expresión de Goldhagen; Gröber, «el obispo pardo» (der braune Bischof) de Friburgo (desde 1932), miembro activo de las SS a partir de 1933, encargado por Pacelli de misiones políticas decisivas antes y después de 1993, publicó con el aval de Roma -en 1935, el año de las leyes de Nuremberg- un «manual de cuestiones religiosas» que le convirtió en campeón de la sangre y de la raza contra los judeo-bolcheviques, a los que fustigaba en numerosos «artículos»; después de años en el Germanicum de Roma, otro vivero del pangermanismo que se hizo nazi, Pacelli aupó al croata Stepinac al arzobispado de Zagreb en 1937: «gobernador de Zagreb» en 1939, donde garantizaba «la influencia hitleriana» (según Charles-Roux, embajador de Francia), este arzobispo, antes de convertirse en el segundo personaje oficial de la Croacia «independiente» de Ante Pavelitch, anteriormente a la invasión alemana del 6 de abril de 1941 contra Yugoslavia, encarnaba, durante la era todavía yugoslava de la secesión antiserbia, el antisemitismo financiado por el gobierno hitleriano.
Pacelli, como Pío XI, no ignoraba detalle alguno sobre la suerte que corrían los judíos alemanes desde febrero de 1933. Prohibió toda protesta sobre la persecución desatada contra las Iglesias nacionales (incluyendo la francesa, cuando el arzobispo Verdier, de París, expresaba débilmente sus deseos en ese sentido), específicamente durante el «boicot» nazi contra los judíos del 1ero de abril de 1933.
En septiembre de 1933, cuando Pío XI le hizo plantear al Reich, en una nota oficial, la cuestión de los judíos convertidos (los otros no le interesaban a Roma), se batió rápidamente en retirada a partir del momento en que el consejero Klee de la embajada alemana le pidió «bajar el tono» sobre ese asunto «racial».
Convertido en Papa en marzo de 1939, mostrando su amor por el Reich en arranques que extasiaban a von Bergen, Pacelli fue, en el excepcional puesto de observación mundial del Vaticano, inmediatamente informado sobre las atrocidades alemanas, no en el verano de 1942 -cuando los norteamericanos lanzaron una campaña de prensa sobre el exterminio, que se encontraba entonces en su etapa más aguda- sino desde los primeros días de la ocupación de Polonia.
Mucho se ha hablado de sus silencios sobre las víctimas del Eje, poblaciones atacadas, bombardeadas, polacos, judíos, serbios, cíngaros, enfermos mentales alemanes asesinados por el régimen ya antes del comienzo de la guerra y sobre el destino de los cuales, los archivos alemanes son categóricos en cuanto a esto, Pacelli estaba perfectamente informado, al igual que sobre todo lo demás.
Eso es omitir que Pío XII habló mucho a partir de 1939, por lo menos tanto como Benedicto XV. Este último, durante la guerra anterior, no había dicho una palabra sobre las desgracias de los pueblos atacados, deportados (como los belgas que los ocupantes alemanes sometieron a trabajos forzados), o sobre el genocidio contra el pueblo armenio que perpetró la Turquía, aliada del Reich, hecho que evoca en una extraña mención sobre Armenia en su famosa nota del 1ero de agosto de 1917, insertada ahí porque el Reich había prometido «dejarle los armenios a Turquía». Sin embargo, a partir de 1917, no dejó, como su secretario de Estado Gasparri (el predecesor de Pacelli hasta 1930), de lamentarse sobre la terrible suerte de las ciudades y de la población alemana.
Pacelli-Pío XII fue tan locuaz como su predecesor, desde el principio de la guerra, sobre las «necesidades vitales» del Reich, expresión transparente sobre los derechos del Reich a hacer cualquier cosa para alcanzar sus objetivos que acuñó por su alter ego Kaas, jefe del Zentrum alemán que él mismo puso a la cabeza de esta organización en 1927-28 y que fue junto a él un artífice mayor de la adhesión total de ese partido al ascenso del nazismo al poder.
Lloró y protestó a propósito de un posible bombardeo contra Roma (a partir del verano de 1940), sollozó en lo tocante al de las ciudades alemanas, desde 1942, pataleó contra la fórmula de «capitulación sin condiciones» de Alemania proyectada por los Aliados en 1943, etc.
Como Benedicto XV, preconizaba una «paz» bautizada como «cristiana», una «paz de perdón» sin castigo ni reparaciones impuestas a los verdugos. Su vehemente protesta, el 19 de julio de 1943, contra el bombardeo de Roma, y su visita inmediata a los lugares afectados fueron juzgadas tan indecentes por sus amigos norteamericanos que estos lo colmaron de reproches recordándole sus escandalosos silencios anteriores en cuanto a Londres, Coventry, Varsovia y todo lo demás.
No se limitó a callar sobre las masacres o hacer juegos de palabras con su secretario de Estado Maglione y su colaborardor Montini -el futuro Pablo VI- cuando los norteamericanos le pidieron que hablara, en el verano de 1942: la exterminación de los judíos no estaba comprobada, había sido «exagerada por los Aliados», no podía denunciar las «atrocidades alemanas» sin denunciar las de los Soviets, etc. Con su apoyo, la Iglesia se implicó activamente, en el este de Europa, en el exterminio y sus ventajas materiales: franciscanos de Croacia participantes en las masacres de judíos y de serbios, prelados ucranianos, eslovacos, húngaros, rumanos, etc., convertidos en heraldos de la cruzada contra los «judeo-bolcheviques».
Todos dirigieron y bendijeron con todas sus fuerzas a los asesinos, los famosos «auxiliares» cuyo papel esencial en el exterminio explicó Hilberg. Todos estuvieron directamente implicados en el saqueo de los bienes de los víctimas, al cual dio su aval el Vaticano (en latín, específicamente mediante Marcote, el nuncio nombrado en la Croacia «independiente»).
Lo que pasó en occidente es menos conocido que lo que sucedió en Europa del este ya que los lazos entre las jerarquías nacionales occidentales y Roma no fueron investigados después de la guerra (durante los años 50, los regímenes comunistas, confrontados a una extraordinaria oposición clerical, acabaron por sacar a la luz los archivos de los años de guerra que los fugitivos no pudieron destruir o llevarse por completo). No evocaremos aquí el notorio caso de Vichy, cuyas prácticas antisemitas no conmovieron ni a la Santa Sede ni a su nuncio, Valerio Valeri, a quien De Gaulle expulsó rápidamente (seguramente no sólo a causa de su antisemitismo).
¿Cómo interpretar, sin embargo, el hecho que Pío XII escogiera a Hudal, eterno aliado de los nazis y futuro salvador de los verdugos de los campos de concentración -entre ellos Stangl- para negociar, en octubre de 1943, con la comandancia militar alemana la deportación de los judíos de Roma organizada bajo sus propias ventanas? «Cuestión delicada [y] desagradable para las relaciones germano-vaticanas», pero felizmente «liquidada» en menos de dos semanas, comentó el nuevo embajador del Reich, von Weiszaker.
¿Qué decir del prolongado silencio pontifical sobre la masacre que ordenó Kesselring de 335 rehenes romanos, entre ellos gran número de judíos, en los Fosos Ardeatinos, sobre la Vía Ardeatina, el 24 de marzo de 1944, al día siguiente del ataque de los partisanos contra 55 miembros de las SS. El silencio no fue roto hasta dos años más tarde por la Civilità cattolica, el vocero más claro y sincero de la Santa Sede, según afirmaba Louis Canet, consejero canónigo del ministerio francés de Relaciones Exteriores (de 1920 a 1946).
Esa publicación, la revista jesuita que deberían leer los incondicionales de Pacelli que no lo conocen bien, esperó hasta 1946 para referirse a la «masacre» como simples «represalias de la Vía Ardeatina» [11].
Von Weiszacker, alto personaje de Weimar y del régimen nazi, durante mucho tiempo secretario general del Auswartiges Amt (el ministerio alemán de Relaciones Exteriores) había reemplazado a von Bergen, que representaba a Alemania ante el Vaticano desde hacia 23 años, para dedicarse, junto a la Santa Sede, a negociar con los anglosajones una paz separada a espaldas de los rusos. La maniobra falló, pero la presencia alemana se mantuvo después de la liberación de Roma por los norteamericanos, en julio de 1944.
Pío XII se esforzó, con éxito, en salvar del castigo a aquellos excelentes alemanes, a los que se seguía presentando como la indispensable barrera contra los bolcheviques, presentados estos a su vez como una grave amenaza para Roma y para toda Italia.
El Papa asumió en efecto doblemente el apoyo a los criminales de guerra:
- 1. Durante la guerra, festejó a los representantes de estos, empezando por los de Ante Pavelitch. Señalemos de paso que -revelación que no parece incomodar a ningún partidario de Pío XII- el texto de conversión forzosa de los serbios, otro genocidio croata de la guerra que no fue obra únicamente del verdugo jefe de Estado. Aquella orden de Inquisición del Vaticano, cuyo ejecutor por definición fue Stepinac, ya que era arzobispo de Zagreb, llevaba también la firma del Secretario de la Congregación Oriental (contra su voluntad, lo cual está confirmado) el francés -de la región de Lorena- Tisserant, quien reconoció esto después de la guerra en presencia de un diplomático francés.
Este único dato da idea del tipo de oposición que practicó el hoy casi santo Stepinac, campeón del Estado «independiente» croata, ante el régimen de Pavelitch.
El expediente de Croacia, Estado bienamado de Pacelli, es aún más cargado de lo que puede pensarse ante la organización de masacres al aire libre contra los ortodoxos que rechazaban la conversión. Hay que mencionar sus matanzas indiscriminadas de judíos, serbios y miembros de la resistencia, incluyendo a los propios croatas, sus campos de concentración mantenidos por franciscanos que mataban con mazas, hachas y cuchillos y que -como el de Jasenovac- no tenían nada que envidiar a las industrias alemanas de exterminación creadas en Polonia, sus saqueos de los bienes de las víctimas, etc.
El Papa no encontró nada que decir, pero su colaborador Tardini habló y calificó de «errores» de juventud lo que Falconi definió como una «repugnante mezcla de carnicerías y de fiestas» [12].
- 2. Después de la guerra, asunto que no se menciona en El Vicario, aunque es muy revelador, Pío XII organizó con Montini -hombre de confianza a la vez de los alemanes y de los norteamericanos- y Hudal la red de salvamento para los criminales de guerra, las «Rats Lines» financiadas por Estados Unidos.
Para ello puso a cooperar a toda la Iglesia romana, a los miembros de las órdenes en primer lugar, así como a los seglares, en todos los países, incluyendo Francia, en esta obra prioritaria de salvamento de los Touvier que habían bañado en sangre la Europa ocupada (30,000 contando únicamente a los que escaparon gracias a la red del padre Draganovic); albergó en los palacios del Vaticano a ilustres «refugiados», entre ellos ex-ministros de monseñor Tiso, como Karel Sidor, autor de la legislación antijudía de la Eslovaquia «autónoma» anterior a marzo de 1939.
La energía que desplegó Pío XII para salvar a los verdugos para reciclarlos en sus propios países o enviarlos del otro lado del océano (pasando por Génova gracias a su arzobispo Siri) es otro elemento indiscutiblemente acusatorio contre «el Papa de Hitler».
¿En qué representa un insulto para los creyentes católicos de 2002, en Francia o en otros países, un cartel que ilustra los años de guerra del reinado de Pacelli bajo esta alianza indiscutible? Volvamos a los hechos que son los «silencios de Pío XII» y a sus acciones entre 1939 y 1945, aclaradas mediante los archivos verdaderos, aquellos que no estaban destinados a ser publicados.
Y esperemos que los gritos de las falsas víctimas no logren desviar una vez más la atención de la cuestión de la responsabilidad de Pacelli en los sufrimientos de las verdaderas.
El Papa Benedicto XVI decidió ahora iniciar una investigación más profunda y dejó el tema sin firma.
El portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, confirmó que “no ha firmado todavía el decreto de las virtudes heroicas” de Eugenio Pacelli, y que el asunto “está siendo objeto de estudio y de reflexión”. Lombardi pidió además calma a católicos y judíos.
Se trata del último giro en una controversia sobre si el Papa nacido en Alemania debería promover la santificación del Papa Pío XII, que tuvo el liderazgo católico durante la época nazi.
El sábado, el Vaticano instó a católicos y judíos a detener las presiones sobre el asunto de la santificación. El año pasado, el departamento encargado de ese proceso en el Vaticano votó en favor de un decreto reconociendo las “virtudes heroicas” de Pío XII, un paso en el largo proceso hacia una posible santificación que se inició en 1967.
Hasta ahora Benedicto XVI no ha aprobado el decreto, una etapa necesaria para la beatificación, el último paso antes de la santificación, optando por lo que el Vaticano ha llamado un período de reflexión.
Una rápida biografía de Eugenio Pacelli
Eugenio Pacelli no fue el santo torturado por un «drama interior de rara intensidad» (Xavier de Montclos) [9] que tanto estima la historiografía católica institucional, ni tampoco la «oveja negra» que John Cornwell opone a su predecesor Pío XI, presentado como antinazi y defensor de las democracias contra el Eje.
Puesto al servicio de la política alemana del Vaticano, este germanófilo convencido era llamado Tedesco (el Alemán) en Italia y Polonia. Se le consideraba tan seguro (ante Gasparri se había ocupado de batallar contra Francia desde la fase de ruptura con la Santa Sede, a principios de siglo) que en la primavera de 1917 fue nombrado nuncio en Munich a pedido de Erzberger, jefe del Zentrum («Partido católico») e intermediario del Reich en las relaciones con la Curia (incluyendo en el plano financiero).
Se rodeó de una camarilla de extrema derecha que lo siguió durante toda su vida, en una Baviera cuya tradiciones antisemitas eran tan virulentas como las de Austria, de la que había formado parte hasta principios del siglo XIX.
A partir de entonces, el Reich garantizó su carrera, cosa que habían previsto algunos diplomáticos franceses, convencidos desde 1920 de que Pacelli lograría de Berlín al menos la Secretaría de Estado, quizás hasta el trono de San Pedro. El nuncio, como el clero bávaro -que se encontraba de hecho bajo sus órdenes-, estuvo permanentemente ligado desde el principio de los años 20 a los grupúsculos de extrema derecha que abundaban en Baviera.
Pacelli se reunía frecuentemente con Ludendorff, íntimo de Hitler, en aquel nido de los terroristas del Reich, que se habían «refugiado» allí (en realidad con la complicidad del poder central de Berlín) después de haber asesinado a enemigos políticos que simbolizaban la República de Weimar, preferentemente judíos -como Rathenau- o (y) bolcheviques, liberales, inclusive católicos si habían apoyado el tratado de Versalles, como en el caso Erzberger.
Los franceses lo sabían pues no perdían ni pie ni pisada a aquel prelado que los odiaba tanto como a los «judeo-bolcheviques» alemanes o polacos. El antisemitismo de la Iglesia del periodo que constituyó el intermedio entre las dos guerras mundiales es un hecho comprobado y el debate sobre este no persigue más objetivo que saber si se trataba de un antijudaísmo o si se estaba convirtiendo en un antisemitismo «racial» (völkisch).
El de Pacelli era una mezcla remarcable y espectacular de ambos. Su correspondencia bávara, durante la época de la «república de los Consejos», revela su enfermiza obsesión hacia los «judíos de Europa central» bolcheviques [10]. Como todo völkisch, veía en cada judío un bolchevique y a la inversa.
Ver el antibolchevismo como único motor de su acción sería, sin embargo, admitir que fue esta la única obsesión de los pangermanistas. Hay que subrayarlo tanto más cuanto que en el momento en que se impuso como una verdad la ecuación entre nazismo y comunismo, se presenta de buena gana como plenamente justificada -e incluso como democrática- toda cruzada anticomunista.
Se considere legítimo o no, el antibolchevismo no justifica por sí solo el comportamiento de la Curia y de su representante, no solamente en Alemania sino, de hecho, en toda la esfera germánica del antiguo imperio austro-húngaro. No es solamente por combatir el peligro rojo que el Vaticano apoyó al Reich en todas sus empresas territoriales (reconociéndole sobre todo el derecho a heredar toda la antigua Austria-Hungría) y políticas, y que combatió ferozmente a Estados tan poco bolcheviques como Francia y sus aliados de Europa oriental, beneficiarios de los tratados de 1919-1920.
Abogado incansable de los derechos del Reich contra Versalles, como nuncio en Munich, después «en el Reich» (novación de 1920), más tarde como secretario de Estado del Vaticano (a partir de febrero de 1930), Pacelli contribuyó ampliamente desde principios de los años 1920, con el aval de sus superiores -Benedicto XV y (desde 1922) Pío XI-, a la reunificación total (incluyendo a los nazis) de la derecha alemana.
Su jefe Pío XI y todos los personajes claves de la Curia mostraron tanto entusiasmo como él por la promoción, sobre todo después de las elecciones de septiembre de 1930, de la solución nazi. La presentaban a los países de la antigua Entente, contra toda lógica e incluso -insisto en ello- con conocimiento de causa, como una urgencia nunca vista ante la amenaza del bolchevismo (aunque el KPD, Partido Comunista Alemán, no llegó nunca más allá del 16% en sus mejores resultados, durante las elecciones de noviembre de 1932, en una Alemania invadida por la marea de la extrema derecha).
La mención de este inmenso apoyo se impone en momentos en que los «arrepentimientos» de Juan Pablo II acaban de presentar el Reich de Hitler como un «Estado nazi pagano», «que se enraizó fuera del cristianismo» y segregó un antisemitismo extraño a este último. Fue por tanto a esos mismos paganos que la Santa Sede, incluyendo a Pacelli aunque no fue él solo, les facilitó el Concordato del 20 de julio de 1933, fabuloso regalo del que Mussolini y Hitler se regocijaron ruidosamente.
Una de sus cláusulas secretas (la otra tenía apuntaba a la organización de la Iglesia católica dentro del ejército alemán, en aquel entonces en proceso de formación clandestina) estipulaba que, cuando las tropas del Reich invadieran Ucrania, los clérigos germánicos o germanizados, adeptos todos de un antisemitismo tan visceral como su antibolchevismo, convertirían al fin ese gran territorio ortodoxo. ¿La Curia tenía la intención, en ese caso, de proteger a los millones de judíos de Ucrania?
Pacelli dejó seguramente su huella en esa política, que la Santa Sede adoptó como suya, sin desaprobarlo sino promoviéndolo. ¿O acaso se puede calificar de castigo su nombramiento como secretario de Estado a principios de 1930? Sin encontrar la menor oposición por parte de Pío XI, Pacelli hizo posible la carrera espectacular de los elementos más nazis de la Iglesia austriaca y la alemana o de toda (fracción) de nacionalidad implicada en la liquidación de la Europa de los tratados de 1919-1920.
Es importante citar nombres: el austriaco Hudal, rector del Instituto romano de la Anima, uno de los pilares del pangermanismo que se pasó de lleno al nazismo, campeón del Anschluss, nombrado obispo de Ela para festejar el advenimiento de Hitler, glorificó mediante la pluma -en 1936- la alianza entre la Iglesia y el nazismo y exaltó el antisemitismo «eliminacionista» (para utilizar la expresión de Goldhagen; Gröber, «el obispo pardo» (der braune Bischof) de Friburgo (desde 1932), miembro activo de las SS a partir de 1933, encargado por Pacelli de misiones políticas decisivas antes y después de 1993, publicó con el aval de Roma -en 1935, el año de las leyes de Nuremberg- un «manual de cuestiones religiosas» que le convirtió en campeón de la sangre y de la raza contra los judeo-bolcheviques, a los que fustigaba en numerosos «artículos»; después de años en el Germanicum de Roma, otro vivero del pangermanismo que se hizo nazi, Pacelli aupó al croata Stepinac al arzobispado de Zagreb en 1937: «gobernador de Zagreb» en 1939, donde garantizaba «la influencia hitleriana» (según Charles-Roux, embajador de Francia), este arzobispo, antes de convertirse en el segundo personaje oficial de la Croacia «independiente» de Ante Pavelitch, anteriormente a la invasión alemana del 6 de abril de 1941 contra Yugoslavia, encarnaba, durante la era todavía yugoslava de la secesión antiserbia, el antisemitismo financiado por el gobierno hitleriano.
Pacelli, como Pío XI, no ignoraba detalle alguno sobre la suerte que corrían los judíos alemanes desde febrero de 1933. Prohibió toda protesta sobre la persecución desatada contra las Iglesias nacionales (incluyendo la francesa, cuando el arzobispo Verdier, de París, expresaba débilmente sus deseos en ese sentido), específicamente durante el «boicot» nazi contra los judíos del 1ero de abril de 1933.
En septiembre de 1933, cuando Pío XI le hizo plantear al Reich, en una nota oficial, la cuestión de los judíos convertidos (los otros no le interesaban a Roma), se batió rápidamente en retirada a partir del momento en que el consejero Klee de la embajada alemana le pidió «bajar el tono» sobre ese asunto «racial».
Convertido en Papa en marzo de 1939, mostrando su amor por el Reich en arranques que extasiaban a von Bergen, Pacelli fue, en el excepcional puesto de observación mundial del Vaticano, inmediatamente informado sobre las atrocidades alemanas, no en el verano de 1942 -cuando los norteamericanos lanzaron una campaña de prensa sobre el exterminio, que se encontraba entonces en su etapa más aguda- sino desde los primeros días de la ocupación de Polonia.
Mucho se ha hablado de sus silencios sobre las víctimas del Eje, poblaciones atacadas, bombardeadas, polacos, judíos, serbios, cíngaros, enfermos mentales alemanes asesinados por el régimen ya antes del comienzo de la guerra y sobre el destino de los cuales, los archivos alemanes son categóricos en cuanto a esto, Pacelli estaba perfectamente informado, al igual que sobre todo lo demás.
Eso es omitir que Pío XII habló mucho a partir de 1939, por lo menos tanto como Benedicto XV. Este último, durante la guerra anterior, no había dicho una palabra sobre las desgracias de los pueblos atacados, deportados (como los belgas que los ocupantes alemanes sometieron a trabajos forzados), o sobre el genocidio contra el pueblo armenio que perpetró la Turquía, aliada del Reich, hecho que evoca en una extraña mención sobre Armenia en su famosa nota del 1ero de agosto de 1917, insertada ahí porque el Reich había prometido «dejarle los armenios a Turquía». Sin embargo, a partir de 1917, no dejó, como su secretario de Estado Gasparri (el predecesor de Pacelli hasta 1930), de lamentarse sobre la terrible suerte de las ciudades y de la población alemana.
Pacelli-Pío XII fue tan locuaz como su predecesor, desde el principio de la guerra, sobre las «necesidades vitales» del Reich, expresión transparente sobre los derechos del Reich a hacer cualquier cosa para alcanzar sus objetivos que acuñó por su alter ego Kaas, jefe del Zentrum alemán que él mismo puso a la cabeza de esta organización en 1927-28 y que fue junto a él un artífice mayor de la adhesión total de ese partido al ascenso del nazismo al poder.
Lloró y protestó a propósito de un posible bombardeo contra Roma (a partir del verano de 1940), sollozó en lo tocante al de las ciudades alemanas, desde 1942, pataleó contra la fórmula de «capitulación sin condiciones» de Alemania proyectada por los Aliados en 1943, etc.
Como Benedicto XV, preconizaba una «paz» bautizada como «cristiana», una «paz de perdón» sin castigo ni reparaciones impuestas a los verdugos. Su vehemente protesta, el 19 de julio de 1943, contra el bombardeo de Roma, y su visita inmediata a los lugares afectados fueron juzgadas tan indecentes por sus amigos norteamericanos que estos lo colmaron de reproches recordándole sus escandalosos silencios anteriores en cuanto a Londres, Coventry, Varsovia y todo lo demás.
No se limitó a callar sobre las masacres o hacer juegos de palabras con su secretario de Estado Maglione y su colaborardor Montini -el futuro Pablo VI- cuando los norteamericanos le pidieron que hablara, en el verano de 1942: la exterminación de los judíos no estaba comprobada, había sido «exagerada por los Aliados», no podía denunciar las «atrocidades alemanas» sin denunciar las de los Soviets, etc. Con su apoyo, la Iglesia se implicó activamente, en el este de Europa, en el exterminio y sus ventajas materiales: franciscanos de Croacia participantes en las masacres de judíos y de serbios, prelados ucranianos, eslovacos, húngaros, rumanos, etc., convertidos en heraldos de la cruzada contra los «judeo-bolcheviques».
Todos dirigieron y bendijeron con todas sus fuerzas a los asesinos, los famosos «auxiliares» cuyo papel esencial en el exterminio explicó Hilberg. Todos estuvieron directamente implicados en el saqueo de los bienes de los víctimas, al cual dio su aval el Vaticano (en latín, específicamente mediante Marcote, el nuncio nombrado en la Croacia «independiente»).
Lo que pasó en occidente es menos conocido que lo que sucedió en Europa del este ya que los lazos entre las jerarquías nacionales occidentales y Roma no fueron investigados después de la guerra (durante los años 50, los regímenes comunistas, confrontados a una extraordinaria oposición clerical, acabaron por sacar a la luz los archivos de los años de guerra que los fugitivos no pudieron destruir o llevarse por completo). No evocaremos aquí el notorio caso de Vichy, cuyas prácticas antisemitas no conmovieron ni a la Santa Sede ni a su nuncio, Valerio Valeri, a quien De Gaulle expulsó rápidamente (seguramente no sólo a causa de su antisemitismo).
¿Cómo interpretar, sin embargo, el hecho que Pío XII escogiera a Hudal, eterno aliado de los nazis y futuro salvador de los verdugos de los campos de concentración -entre ellos Stangl- para negociar, en octubre de 1943, con la comandancia militar alemana la deportación de los judíos de Roma organizada bajo sus propias ventanas? «Cuestión delicada [y] desagradable para las relaciones germano-vaticanas», pero felizmente «liquidada» en menos de dos semanas, comentó el nuevo embajador del Reich, von Weiszaker.
¿Qué decir del prolongado silencio pontifical sobre la masacre que ordenó Kesselring de 335 rehenes romanos, entre ellos gran número de judíos, en los Fosos Ardeatinos, sobre la Vía Ardeatina, el 24 de marzo de 1944, al día siguiente del ataque de los partisanos contra 55 miembros de las SS. El silencio no fue roto hasta dos años más tarde por la Civilità cattolica, el vocero más claro y sincero de la Santa Sede, según afirmaba Louis Canet, consejero canónigo del ministerio francés de Relaciones Exteriores (de 1920 a 1946).
Esa publicación, la revista jesuita que deberían leer los incondicionales de Pacelli que no lo conocen bien, esperó hasta 1946 para referirse a la «masacre» como simples «represalias de la Vía Ardeatina» [11].
Von Weiszacker, alto personaje de Weimar y del régimen nazi, durante mucho tiempo secretario general del Auswartiges Amt (el ministerio alemán de Relaciones Exteriores) había reemplazado a von Bergen, que representaba a Alemania ante el Vaticano desde hacia 23 años, para dedicarse, junto a la Santa Sede, a negociar con los anglosajones una paz separada a espaldas de los rusos. La maniobra falló, pero la presencia alemana se mantuvo después de la liberación de Roma por los norteamericanos, en julio de 1944.
Pío XII se esforzó, con éxito, en salvar del castigo a aquellos excelentes alemanes, a los que se seguía presentando como la indispensable barrera contra los bolcheviques, presentados estos a su vez como una grave amenaza para Roma y para toda Italia.
El Papa asumió en efecto doblemente el apoyo a los criminales de guerra:
- 1. Durante la guerra, festejó a los representantes de estos, empezando por los de Ante Pavelitch. Señalemos de paso que -revelación que no parece incomodar a ningún partidario de Pío XII- el texto de conversión forzosa de los serbios, otro genocidio croata de la guerra que no fue obra únicamente del verdugo jefe de Estado. Aquella orden de Inquisición del Vaticano, cuyo ejecutor por definición fue Stepinac, ya que era arzobispo de Zagreb, llevaba también la firma del Secretario de la Congregación Oriental (contra su voluntad, lo cual está confirmado) el francés -de la región de Lorena- Tisserant, quien reconoció esto después de la guerra en presencia de un diplomático francés.
Este único dato da idea del tipo de oposición que practicó el hoy casi santo Stepinac, campeón del Estado «independiente» croata, ante el régimen de Pavelitch.
El expediente de Croacia, Estado bienamado de Pacelli, es aún más cargado de lo que puede pensarse ante la organización de masacres al aire libre contra los ortodoxos que rechazaban la conversión. Hay que mencionar sus matanzas indiscriminadas de judíos, serbios y miembros de la resistencia, incluyendo a los propios croatas, sus campos de concentración mantenidos por franciscanos que mataban con mazas, hachas y cuchillos y que -como el de Jasenovac- no tenían nada que envidiar a las industrias alemanas de exterminación creadas en Polonia, sus saqueos de los bienes de las víctimas, etc.
El Papa no encontró nada que decir, pero su colaborador Tardini habló y calificó de «errores» de juventud lo que Falconi definió como una «repugnante mezcla de carnicerías y de fiestas» [12].
- 2. Después de la guerra, asunto que no se menciona en El Vicario, aunque es muy revelador, Pío XII organizó con Montini -hombre de confianza a la vez de los alemanes y de los norteamericanos- y Hudal la red de salvamento para los criminales de guerra, las «Rats Lines» financiadas por Estados Unidos.
Para ello puso a cooperar a toda la Iglesia romana, a los miembros de las órdenes en primer lugar, así como a los seglares, en todos los países, incluyendo Francia, en esta obra prioritaria de salvamento de los Touvier que habían bañado en sangre la Europa ocupada (30,000 contando únicamente a los que escaparon gracias a la red del padre Draganovic); albergó en los palacios del Vaticano a ilustres «refugiados», entre ellos ex-ministros de monseñor Tiso, como Karel Sidor, autor de la legislación antijudía de la Eslovaquia «autónoma» anterior a marzo de 1939.
La energía que desplegó Pío XII para salvar a los verdugos para reciclarlos en sus propios países o enviarlos del otro lado del océano (pasando por Génova gracias a su arzobispo Siri) es otro elemento indiscutiblemente acusatorio contre «el Papa de Hitler».
¿En qué representa un insulto para los creyentes católicos de 2002, en Francia o en otros países, un cartel que ilustra los años de guerra del reinado de Pacelli bajo esta alianza indiscutible? Volvamos a los hechos que son los «silencios de Pío XII» y a sus acciones entre 1939 y 1945, aclaradas mediante los archivos verdaderos, aquellos que no estaban destinados a ser publicados.
Y esperemos que los gritos de las falsas víctimas no logren desviar una vez más la atención de la cuestión de la responsabilidad de Pacelli en los sufrimientos de las verdaderas.
Annie Lacroix Riz
(profesora de Historia Contemporánea en la universidad París VII, autora del libro El Vaticano, Europa y el Reich de la Primera Guerra Mundial a la Guerra Fría).
La misma Iglesia que respaldó el "trabajo" de Hitler, la misma que adoraba a Franco, le da cancha ahora a los islamistas abriéndole sus puertas.
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